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miércoles, 25 de febrero de 2015

Cuaresma: contra la “globalización de la indiferencia”


Apagadas las luces y terminado el jolgorio del carnaval, con el “miércoles de ceniza” (el día 18 de febrero) ha comenzado el tiempo de cuaresma: cuarenta días en los que evocamos los que Jesús pasó en el desierto, orando y ayunando, preparándose para su vida y ministerio público. Este tiempo litúrgico es la preparación necesaria para la más solemne de las celebraciones cristianas: el misterio de la Pascua del Señor. Fue en el Concilio de Nicea (año 325) cuando todas las Iglesias (orientales y occidentales) se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana se celebrara el domingo siguiente al plenilunio (día 14 del mes de Nisán), después del equinoccio de primavera.

La cuaresma es un tiempo de conversión (en griego, metá-noia: cambio de mentalidad) y purificación interior, alegre y esperanzado, porque nos invita a dejar atrás el ruido y la estridencia, la frivolidad y el atolondramiento, el jugar a ser lo que no se es (la existencia inauténtica), el vivir deprisa y sin un sentido claro; y nos dispone a buscar el silencio, el recogimiento interior, el auto-dominio, para un renovado encuentro con Dios, consigo mismo, con el prójimo, y para una relación más sensata con los bienes materiales. Los elementos esenciales de la cuaresma son la oración, el ayuno (la penitencia) y la limosna (la práctica o ejercicio de la caridad).

El Papa Francisco nos ha dirigido a todos un hermoso mensaje para la cuaresma de este año, titulado «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8), que vale la pena meditar. En él afirma que «la cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente; pero, sobre todo, es un “tiempo de gracia” (2 Cor 6,2)». Es, a la vez, un tiempo de fructuosa penitencia, en el que podemos liberarnos de ciertas “adicciones” y abstenernos no sólo de carne –los viernes–, sino también de un uso inmoderado del móvil (y otros dispositivos electrónicos), el whatsapp, las redes sociales, la televisión, etc.; porque «con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones, a dominar nuestro afán de suficiencia y a compartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así tu generosidad» (prefacio IV de cuaresma).

Es también un tiempo para superar el individualismo y la indiferencia. Desde los comienzos de su pontificado, Francisco ha clamado contra la “globalización de la indiferencia”. Ciertamente, «cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen (…). Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial (…) una “globalización de la indiferencia”». Sobre todo en los países más desarrollados, «tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir». Ojalá nos sintamos interpelados por estas palabras y, superando la tentación de la indiferencia, seamos más compasivos y activamente solícitos.

 Javier García-Valiño Abós (jgarciaval@gmail.com)

miércoles, 18 de febrero de 2015

La ceniza y la cabeza

Artículo de Enrique García-Máiquez (diario de Cádiz)

 

DESDE hace diez años publico los miércoles para todo el Grupo Joly; llevo, por tanto, un decenio asombrándome cada año de la casualidad de que me toque escribir los días de Ceniza justamente a mí, columnista confesional y ritualista donde los haya. Esta vez, sin embargo, voy a aparcar la broma, no tanto por repetitiva y cansina -yo no me canso nunca de una tradición-, como porque, tras la decapitación en Libia de 21 egipcios, cristianos coptos, no estamos para chistecillos. El hecho es tan grave que exige, como nos enseñó Tomás Moro, un humor salvaje, desafiante, teológico y místico. Ya saben: cuando Moro esperaba para ser decapitado notó cierta jaqueca, pero se felicitó de que su rey, tan atento, fuera a administrarle enseguida una medicina que cortaría el dolor de golpe.

Esta tarde, cuando incline la frente para que me impongan la ceniza, sentiré que, junto al símbolo penitencial antiguo, mi cabeza se troncha (indoloramente) sobre mi cuello en un homenaje a los nuevos mártires. Se nos recuerda en los medios que Libia es el patio trasero de Europa para que entendemos lo cerca que están los bárbaros, pero en realidad están más cerca. A los 21 egipcios los han matado por creer lo mismo que nosotros: que Dios es Amor y familia trinitaria, que la Virgen es madre de Dios y que nosotros gozamos de la libertad de los hijos, pues no somos siervos sino hijos de Dios. La Semana Santa, con sus cientos de imágenes, el Rocío, todas estas fiestas que nos resultan tan íntimas como el respirar son consideradas ahí, al lado, delitos penados con la muerte.

Y todavía están más cerca. Para los católicos, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y esas decapitaciones nos las hacen en Él a nosotros. Estos días he caminado entre mis problemas menores como un cefalóforo simbólico, sin cabeza para tonterías. Los cefalóforos son esos mártires, como san Dionisio o santa Winifreda, que llevan su cabeza entre las manos, como un farol o un altavoz, y siguen predicando tras su muerte. Así, exactamente, nos continúan dando ejemplo los 21 egipcios; y así estamos espiritualmente, cercenados en nuestro propio Cuerpo (Místico).

Santo Tomás Moro explicaba a su hija Margaret, consolándola, que un hombre puede muy bien perder su cabeza y no sufrir daño alguno. Ése ha sido el caso de los mártires coptos, que murieron rezando. A nosotros nos toca ahora guardar, defender y vivir la fe que les hace inmune.