Desde
una perspectiva filosófica, vamos a considerar un momento la evolución y la
fuerte sacudida que ha experimentado el matrimonio y la familia; principalmente
durante el último medio siglo, desde la “revolución sexual” de los años
sesenta, en nuestro contexto cultural, es decir, en las sociedades
post-tradicionales del mundo occidental, que están fuertemente marcadas por la
secularización, el relativismo moral, y la multiculturalidad, y sometidas a
cambios tecnológicos profundos y muy rápidos que han transformado nuestra forma
de vida. Pienso que, en Occidente, el individualismo
–como mentalidad y estilo de vida– es una de las claves principales para poder
comprender esta crisis y la actual fragilidad del amor conyugal y de la
familia.
El
individualismo contemporáneo ha sido interpretado con gran lucidez por el
filósofo canadiense Charles Taylor y
otros pensadores de la corriente comunitarita
en su interesante controversia con el pensamiento liberal. Estos pensadores han subrayado el valor de la comunidad en la configuración de nuestra
identidad personal y colectiva, también en sociedades con una creciente
diversidad cultural, como la nuestra. Por otra parte, los filósofos de la
amplia corriente personalista, de
acuerdo con la tradición clásica y medieval, consideran que la persona humana
existe siempre en relación y es
constitutivamente comunitaria. En
cierto sentido, el tú es anterior al yo: el yo se constituye y toma conciencia
de sí en relación al tú. Por eso, la familia, como comunidad (natural) de amor
y de vida, primera comunión de personas
e institución pre-política, está presente desde el principio en todas las
culturas y civilizaciones.
Por
su parte, el filósofo norteamericano MacIntyre,
reinterpretando la tradición aristotélica y medieval, ha rehabilitado las
nociones clásicas de comunidad y de virtud, viendo un mismo hilo conductor de Aristóteles a san Benito de Nursia, y ha subrayado asimismo la necesidad de
contextos comunitarios que promuevan el crecimiento en las virtudes y estimulen
la búsqueda de la excelencia. En este terreno, la familia juega un papel
decisivo e insustituible.
Ya
en 1981, Juan Pablo II, “el Papa de
la familia”, afirmaba: «En los países más ricos, el excesivo bienestar y la mentalidad
consumista, paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el futuro, quitan a los esposos la
generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas humanas; y así la vida –en
muchas ocasiones– no se ve ya como una bendición,
sino como un peligro del que hay que
defenderse»
Así
pues, en nuestro contexto cultural, podemos constatar «el aumento de un
individualismo exasperado que degrada los vínculos familiares, haciendo
prevalecer la idea de un sujeto que se construye (a sí mismo) según sus deseos,
privando de fuerza a todo vínculo»
También
observamos una tremenda contradicción
cultural acerca de la familia. Por un lado, entre nosotros, «el matrimonio
y la familia gozan de gran aprecio y sigue dominando la idea de que la familia
representa el puerto seguro de los
sentimientos más profundos y gratificantes. Por otro lado, (…) las tensiones
provocadas por una exacerbada cultura individualista de la posesión y el goce
generan, en el interior de las familias, dinámicas de intolerancia y agresividad»
La
vía para superar esta contradicción y el antídoto
contra las secuelas nocivas del individualismo (más o menos exacerbado) es el
cultivo y cuidado de las relaciones
interpersonales en todos los ámbitos de la vida; de un modo especial, en la
familia, porque ella nos proporciona el clima de confianza y seguridad
necesario para que todos –desde los niños hasta los abuelos– podamos comunicar
nuestra intimidad, sabernos
comprendidos y encontrar el apoyo y consejo necesario para seguir adelante. Por
mucho que nos alejemos del hogar, la familia es «el lugar al que (siempre) se
vuelve» y donde cada uno es (o debería ser) aceptado y amado
incondicionalmente.
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